miércoles, agosto 20, 2008
En busca de la música
Después de hablar contigo, salí decidido a buscar el autobús. Era tarde, lo que significa que, teniendo en cuenta lo que tardan los autobuses en llegar al centro, apenas iba a estar una hora en Dublín. Pero decidí que tenía que dejar de pensar y actuar más. Los últimos días están siendo calmados... demasiado calmados, tediosos por momentos. Y muchas veces, si no siempre, uno tiene que buscar las cosas para que estas ocurran. Sembrar para recoger, ya sabes. Más allá de tópicos, lo cierto es que me ha pasado alguna vez que, independientemente de lo que uno decida hacer, en esos días en los que uno parece que se aburre, no hay nada como tomar una determinación y echarse a la calle. Y esa tarde, en cuanto salí, todo echó a andar como un engranaje en el que ya poco importaba por qué había puesto los pies en la calle. Lo primero que me encontré fue un hombre con su perro. El hombre, aprovechando que yo salía, entró en el portal y cerró la puerta. En cuanto bajé las escaleras que franquean el acceso al edificio me percaté de que el perro aún estaba allí -¿será posible que el tío se haya olvidado al perro en la calle?-. Conforme doblé la esquina, unos pasos acelerados me hicieron volver la cabeza: el perro me seguía. Se lo veía limpio y tenía collar, pero me miraba ansioso, como esperando a que lo acariciara y, acostumbrado como estaría desde que nació, a que lo condujera a una casa que, comprendí entonces, había perdido. El tipo del portal, sin duda, se había encontrado en la misma tesitura que yo, y seguido por un perro ajeno, aprovechó el encuentro para pasarme la pelota. Eché a andar pensando que el perro no me seguiría, que su dueño estaría en la calle de al lado; me equivoqué: me siguió por las calles desiertas en las que, amenazando lluvia, no había ni un alma. Definitivamente estaba solo, y aunque no parecía sucio y apostaría a que llevaba apenas un rato perdido, no fui capaz de dejarlo ahí sin más, bajo la lluvia, esperando a un dueño que, quizás, ni siquiera lo estaba buscando. Yo, mientras, continuaba andando, mirando al perro a mi lado, hacia la salida de la urbanización, y pensando en todo ello, consciente ya de que mi plan para esa tarde había cambiado porque desde el principio solo había sido una excusa para salir del piso y que, quizás, me pasara esto otro -está bien, amigo, démonos una vuelta a ver quién te busca... ¿dónde estás?-. La naturaleza curiosa del can, que de buen seguro había tenido algo que ver en su desaparición, le había hecho acercarse a una casa cuya puerta estaba abierta. Podría haberme ido en el momento en el que aquellas personas, frente a la casa, se inclinaron para hacer las delicias del perrillo que, simpático, ya se volcaba sobre la hierba (que aquí precede a toda casa que se precie de tal, aunque a veces se haya convertido en una triste franja verde de apenas un metro) enseñando su barriga y desvelando de paso su condición femenina. La acariciaban dos chicas de las cuales una se reía ante la ocurrencia del animal de invadir su vivienda. Además, un chico, que como ellas rondaría la treintena, se acercaba en ese momento a la puerta tras aparcar el coche justo enfrente. Yo, que aún veía la escena de lejos, suspiré pensando en mi nivel de inglés, y me acerqué afable para preguntarles si "have you ever seen that dog". La negativa fue la esperada, y les expliqué detalladamente (tanto como me permitió mi destreza con el idioma de Shakespeare) cómo me había encontrado a la perra. Todos entendieron pronto varias cosas: que yo no era irlandés, que el perro no era mío y que no estaba dispuesto a dejarlo pasar la noche (la jodida noche de Dublín) en la calle. Pero, además, les hice ver que la solución no pasaba porque durmiera en "mi piso", que no era mío y cuyo inquilino no iba a compadecerse del pobre bicho. Descartada la opción, pronto se ofrecieron a dar una vuelta con el animal a ver quién lo reclamaba. Cuando el chico y yo empezamos a andar, resultó que la perra, cansada o quizás caprichosa, no quería moverse del lugar en el que tan cómodamente había reposado su trasero. Quizás el fallo fue darle agua. No lo sé, pero no hubo manera humana de hacerla andar, con lo que la chica que vivía en esa casa (junto al chico, por cierto) resolvió que acogería a la perra y que el día siguiente, lunes, llamarían a un centro de acogida. La otra chica, mientras, se despedía amistosamente. Así que pensé en hacer lo propio, pero aún estuvimos hablando un rato más sobre cosas banales, hasta que decidí que ya había mostrado suficiente mi preocupación por el animal y que la única solución pasaba por la que había propuesto la chica. Por suerte recordé en ese momento que, siendo como era domingo, necesitaba un nuevo ticket semanal para el bus, si no tendría que pagar la sangrante cantidad de 2 euros por trayecto. Como no sabía dónde comprar uno a aquellas horas, les pedí consejo a estos chicos como preludio de mi despedida. Me dijeron que, para mi sorpresa, el Spar de la urbanización estaba abierto aún, y que vendían esos bonos -qué casualidad, pero qué bien me viene-. Así que, ahora sí, me despedí, les dí las gracias, intercambié unos "sorry´s" por aquello de que les había pasado de alguna manera el marrón, y tiré para el súper. Encontré lo que buscaba y, además, me econtré con un cartel de "se busca perro". Destacaba en la pared llena de anuncios por una foto en la que, habría jurado entonces, aparecía nuestra perrilla. Volví corriendo a la casa para decírselo a los chicos. Me invitaron a pasar, para sacarle una foto a la perra con la cámara que, casualmente también, llevaba encima, y así poder comparar con la del súper. Y luego el chico me acompañó a ver el cartel aduciendo, con razón, que si había que llamar a algún teléfono, mejor lo haría él por aquello de hablar inglés como lengua materna. Pero al colocarnos frente al cartel me tragó la tierra de vergüenza cuando me di cuenta de que en el mismo ponía, y bien clarito, "found dog". El chico se lo tomó bien y, llamándome por mi nombre, que a aquellas horas ya conocía, me dijo que no pasaba nada, que mañana pondría él un cartel igual sobre "nuestra" perra. Ya todo parecía acabar, y como ya no iba a ir hacia Dublín, enfilé junto a mi recién conocido irlandés el camino de vuelta a nuestros respectivos hogares. Pero pasamos entonces frente al pub que hay en la urbanización, y entonces pasó algo genial: las notas de un rock llegaron a mis oídos, la música en directo fluía de entre los resquicios de una puerta y, cuando ésta se abrió para dejar salir a algún cliente saciado, me inhundó. De esta manera se me entregó el misterioso premio de aquélla noche, aquello que había salido a buscar y había encontrado sin proponérmelo. Acompañé al tipo hasta su puerta y, tras darle mi teléfono para que me informara de cualquier novedad sobre la perrilla, nos despedimos amistosamente. Me fui directo al pub y me senté solo frente a los rockeros, que aunque resultaron ser sólo dos, me deleitaron con un buen rato de música en vivo mientras degustaba una guinness que, admito, me supo como nunca.
Al día siguiente, cuando bajé al Spar a comprar pan, frente a la caja lucía un nuevo cartel de "found dog". Sonreí y me fui con mi pan a ver si aprovechaba el día -o dejo que el día me aproveche a mí- como ayer.
Al día siguiente, cuando bajé al Spar a comprar pan, frente a la caja lucía un nuevo cartel de "found dog". Sonreí y me fui con mi pan a ver si aprovechaba el día -o dejo que el día me aproveche a mí- como ayer.
sábado, agosto 02, 2008
Leer para olvidar
De todas las facetas que la lectura me aporta hay una que hasta ahora permanecía latente en mi interior, pero que me ha ayudado muchas veces a seguir adelante. Leo para divertirme, para descansar, para aprender, para reflexionar, para discutir y para soñar, pero también leo para olvidar.
Durante los últimos años, la vida me ha dicho: aquí estoy yo, aquí estás tú. Las decisiones han pesado. El pasado se ha configurado como un cúmulo de experiencias más o menos recientes, superpuestas a una infancia que, ahora ya, parece como un cuento. El amor se dilata y contrae como un órgano cuyo movimiento perpetuo no podemos controlar, pero al que conseguimos cambiar el ritmo, acelerándolo y calmándolo: y ni siquiera estoy seguro ahora de en qué momento estuve enamorado. Y, sobre todo, las personas, han pasado y pasan por mi vida, y se decantan hacia el anonimato o la complicidad con más claridad y facilidad. La rueda de la sociedad me ha marcado el camino con más fuerza que nunca, y he aceptado el reto con miedo a no poder volver a rodar hacia donde yo quiera.
Ante todo esto, ¿cuántas veces he necesitado leer para vaciar mi cabeza? ¿cuánta veces me he encontrado atrapado por la noche y sólo la lectura me ha hecho descansar? ¿en qué momento el estrés fue tan insoportable que tuve que leer para no pensar en todo lo que tenía que hacer? ¿cuándo la palabra se convirtieron en mi placebo para camuflar mi inquietud durante las horas de sueño? ¿recuerdo ahora el instante en el que mi cabeza daba demasiadas vueltas a algo hasta sacarlo de sus casillas y entonces apareció la literatura para abstraerme y hacerme ver de nuevo las cosas desde la distancia adecuada?
A veces pienso que le debo a la lectura parte de mi salud mental, de mi saber hacer. Mi paciencia está escrita, y mis desahogos se han trasladado desde las palabras que se lleva el viento hasta las que recoge el papel. Decir la frase adecuada, callar cuando uno debe callar, esperar, sobre todo esperar, y dejar que las cosas reposen sin volver a removerlas; olvidar, maldita sea esa mentira, pero hacer como el que olvido por una noche. Y poder seguir viviendo con intensidad. Hasta hoy no me paré a pensar hasta qué punto necesito leer para todo ello, leer para todos ellos, leer para mí y seguir siendo yo a pesar de mí.
Durante los últimos años, la vida me ha dicho: aquí estoy yo, aquí estás tú. Las decisiones han pesado. El pasado se ha configurado como un cúmulo de experiencias más o menos recientes, superpuestas a una infancia que, ahora ya, parece como un cuento. El amor se dilata y contrae como un órgano cuyo movimiento perpetuo no podemos controlar, pero al que conseguimos cambiar el ritmo, acelerándolo y calmándolo: y ni siquiera estoy seguro ahora de en qué momento estuve enamorado. Y, sobre todo, las personas, han pasado y pasan por mi vida, y se decantan hacia el anonimato o la complicidad con más claridad y facilidad. La rueda de la sociedad me ha marcado el camino con más fuerza que nunca, y he aceptado el reto con miedo a no poder volver a rodar hacia donde yo quiera.
Ante todo esto, ¿cuántas veces he necesitado leer para vaciar mi cabeza? ¿cuánta veces me he encontrado atrapado por la noche y sólo la lectura me ha hecho descansar? ¿en qué momento el estrés fue tan insoportable que tuve que leer para no pensar en todo lo que tenía que hacer? ¿cuándo la palabra se convirtieron en mi placebo para camuflar mi inquietud durante las horas de sueño? ¿recuerdo ahora el instante en el que mi cabeza daba demasiadas vueltas a algo hasta sacarlo de sus casillas y entonces apareció la literatura para abstraerme y hacerme ver de nuevo las cosas desde la distancia adecuada?
A veces pienso que le debo a la lectura parte de mi salud mental, de mi saber hacer. Mi paciencia está escrita, y mis desahogos se han trasladado desde las palabras que se lleva el viento hasta las que recoge el papel. Decir la frase adecuada, callar cuando uno debe callar, esperar, sobre todo esperar, y dejar que las cosas reposen sin volver a removerlas; olvidar, maldita sea esa mentira, pero hacer como el que olvido por una noche. Y poder seguir viviendo con intensidad. Hasta hoy no me paré a pensar hasta qué punto necesito leer para todo ello, leer para todos ellos, leer para mí y seguir siendo yo a pesar de mí.