miércoles, agosto 23, 2006

 

Ramiro y la tumba

En el sepulcro de Adela las cosas se amontonaban. Las flores, por supuesto; la grama, que crecía alrededor y pretendía una burda invasión; y las hojas, desprendidas por el otoño, que le daban el toque de abandono que toda tumba debería tener.
Al menos eso pensaba Ramiro. A él le entusiasmaba una buena tumba. Pasear por el cementerio, entre "Cupresus Sempervirem" y mausoleos. Y descubrir las tumbas abandonadas. Aquellas que pertenecían a personas que pensaron que un epitafio les inmortalizaría y que ahora, tras yacer durante lustros en el seno de la madre tierra, volvían a la abosluta inmortalidad del desconocimiento.
"Los nombres van y vienen" pensaba Ramiro. "Yo podría llamarme José Leal, como aquél, y nadie se daría cuenta". Y tenía razón. Cuando nos convertimos en polvo, lo primero que deshace es nuestro nombre. Ramiro estaba seguro de que, en el cielo, Dios (o la Diosa) no necesitaba llamar a nadie por su nombre.
Ramiro se acercó a la tumba, apartó las hojas, recompuso las flores, y se santiguó. Al instante pensó que la señora Adela Ríos se sentiría más a gusto así, y luego sonrió por su propia inocencia. No podía évitar imaginarse las vidas de las personas cuyas tumbas barría: "Adela seguro que fue una mujer segura de sí; su tumba tenía la altivez propia de una matriarca, su legado debió de ser inmenso. Clásica, sin duda, como indicaban las volutas y los órdenes griegos. Y en su letrero, escueto, se lee esa seguridad en sí misma, la necesaria para que su nombre llenetoda la lápida, sin necesidad de añadidos y florituras."
En cualquier caso, era una tumba armónica, bien compuesta, arquitectónica incluso. No desmerecía un ápice del panteón de los Domínguez-Pil, a cuya sombra se llevaba buena parte del día. Ramiro aprendió que las cosas bien hechas no tienen por qué ser grandes necesariamente. Ramiro aprendía muchas cosas barriendo las tumbas, y cuando acabó, sintió cierta nostalgia, y agradeció a la señora Adela la lección del día.
Con un gesto amable, y una nueva presignación, el barrendero del cementerio acabó su faena, aupó el cubo a la carretilla de mano, y se marchó al sector Q, donde le tocaba regar los geranios del cementerio árabe.
A Ramiro le gusta su trabajo: ningún cliente se quejaba, y en cualquier caso, todos estarían contentos de que su último lecho estuviera bien limpio. Los imaginaba allá en el cielo, o en el infierno, sonriendo mientras miraban. Aunque estaba seguro de que no lo hacían, porque Dios (o la Diosa) les hacía olvidar su anterior vida para que se fundieran con él.
Sabía que sus verdaderos clientes estaban vivos aún. Los familiares abandonaban las tumbas, y al cabo de los años aparecían, arrepentidos, emocionados, perplejos, despiertos de nuevo al pasado, y casuales. Pero reaparecían. Y entonces nadie se daba cuenta de que durante años no la habían visitado, pero se enorgullecían del buen estado de los sepulcros. Esos eran sus clientes, esos que nunca agradecían, y que sólo se daban cuenta de su trabajo cuando no se hacía.
Ramiro era como los buenos gregarios: sólo se lo valoraba cuando faltaba. Pero él estaba seguro de que cumplía ante su jefe: él barría las tumbas que estaban dejadas de la mano de Dios.
En cualquier caso, nunca había recibido una queja del jefe. Pero, por si acaso, "a mi que me incineren", pensó, "a mi que no me tengan que quitar el polvo; total: yo mismo seré polvo".
Ramiro sonrió, y se acercó al sector Q, al cementerio árabe, imaginando las vidas de aquellos cuyos nombres se olvidaban, cuyas vidas se agotaron, cuyas muertes gozaban al lado del Dios, o de la Diosa.

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